El romancero

El romancero

Érase una vez
en un jardín
un romancero.
Se extendía por la pared
con sus raíces,
como lo hacen sobre la piel
los dulces besos.

Se posaban sobre él las aves,
los solitarios, los insectos;
se dejaban caer las nubes sobre las espinas
haciendo brotar dolor
que los hombres intentaban cubrir
con sus sonrisas.

Soñaban los enamorados
con el romancero;
se acercaban a él
a escuchar los trinos,
a tomar sus flores,
a buscar con esperanzas
las rosas y poemas
para regalar a sus amores.

Por las noches,
el romancero daba serenata a la luna:
la deleitaba con todos esos versos
que escuchaba de los hombres.
Le confesaba los secretos pervertidos;
las peticiones de mil amantes
que durante el día
sólo soñaban con ser oídos.

Y la luna se reía
de las frases sin sentido,
y sólo le pedía al romancero
que continuara en silencio,
en el mismo sitio,
ilusionando a esos pobres diablos.

Pero el romancero no quería,
y en contra de lo que la luna le pedía
fue revelando a los amantes los secretos
de sus amores no correspondidos.

La gente no podía creerlo:
que el romancero les dijera
lo que jamás pensaron escuchar.
Y es que a veces
lo que es ajeno a nuestros ojos
es más bello
cuando no tenemos la conciencia
de cuánto daño puede hacernos.

Así vio el romancero
cómo la ira y los celos
fueron terminando con los enamorados.
La sangre corrió
frente a sus ojos y,
aunque quiso detenerlo,
no pudo contener a las serpientes devorando
la misma cola de sus cuerpos.

Hubo un día en el que la luna no escuchó más al romancero.
Lo buscó entre las montañas,
oculto entre las cuevas
al lado de los ríos.

El romancero se escondió en la enredadera.
No volvió jamás a florecer.
Se ocultó entre la niebla
y desde entonces
se encargó de confesar su sentir a los poetas.
Descubrió que a través de ellos
podía dirigirse a la luna otra vez;
estar cerca de ella sin que se diera cuenta
de que detrás de las palabras
de otros desdichados
la promesa de su amor
seguía estando presente.

21/04/2013

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