Así que lo primero que hice
fue girar a la derecha.
Caminar unos pasos adelante
y mirar al suelo.
No había destino escrito,
pude andar la ruta
que quisiera
y regresar
cuantas veces
fuera posible.
Noche o día no impidieron
que saliera en tu búsqueda.
Tampoco que cayera nieve
o me dejara vencer
por la lluvia.
No me dieron nunca
dirección correcta
de destino.
Tampoco referencias
o una brújula
para encontrar
la ubicación.
Sólo me pidieron
que siguiera mis ideales,
lo que creyera correcto.
No tuve más remedio que seguir
mis sentimientos
y mi corazón.
Por supuesto
que me topé
con callejones sin salida,
retornos infinitos
y domicilios
que ya no existían.
No niego
que haya habido veces
en las que no supe
a dónde ir,
o en las que
por miedo o desidia
me haya echado de reversa
o dado vueltas
que tenía prohibidas.
Puede a veces que
el enojo
me haya hecho acelerar
el paso
y sin mirar quién estaba
enfrente
yo les haya pasado por encima
sin importar hacerles daño.
Sin embargo,
he disfrutado el viaje:
las decisiones
que he tomado
me ayudaron
a encontrar mi ritmo
y a sentirme seguro
de mí mismo.
Si me lo preguntaran,
podría volver a hacer
el camino recorrido.
No me arrepiento
de las vías rápidas
o de las calles despobladas,
donde nunca pude
hablar con nadie.
Tampoco de los tramos
en los que me costó avanzar
pero conocí a gente
formidable.
Hoy sigo sin tener un rumbo fijo;
como hace tiempo,
me encuentro en la misma disyuntiva
de escoger entre ir a la derecha
o irme por la izquierda.
Sin embargo,
hoy yo ya no temo,
porque a pesar que me equivoque
sé que encontraré de nuevo
el camino que yo quiero.
07/06/2015