París para cenar

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Nunca me gustó París para cenar;
ni como entrada,
ni como postre,
ni como bebida
que volviera ameno
cualquier trago
en mi paladar.

Tampoco me gustó como plato fuerte
o sólo para acompañar.
Son sabores que no entiendo:
el dulce
de la nube
que no se despereza en la mañana,
el salado
de la lluvia que hace barro
al caminar,
o el amargo
del café
y de besos mal hablados
que dejan en la mejilla un poco de carmín.

Nunca me gustó París para cenar;
es vivir un mal romance
entre algo real e inalcanzable,
o entre rosas y diamantes
que iluminan mal la esquina
de callejones que juegan a perderse
dando vueltas entre sí.

Ideas que vuelan como moscas
entre la comida y la basura.
Quizá útiles
pero asquerosas si uno mira.
Monstruos insistentes y molestos
revolcándose en toda su inmundicia.

Nunca me gustó París para cenar:
abundancia de colores fríos,
destellos de luces mal habladas.
Letras que no sirven para nada
y sonidos que se quedan
anidando en la garganta.

Dolor de oídos,
de cabeza.
Dolor de humanidad
y de una veintena
de siglos
que transcurren
sin sentido
entre las guerras.
Destrucción y paz
al mismo tiempo,
corazones rotos
y unas velas.
La ciudad que ha eclipsado
todo lo que haya del otro
lado del océano.

Nunca me gustó París para cenar:
te lo dije siempre
y antes de empezar.
Ni pedirlo por mi cuenta
ni como invitación.
Ni para comer aquí,
ni para llevar.

06/03/2016

Ilustración por: Rodrigo Esquinca
@yosoyreef

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