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No requiero un símbolo
para demostrar quién soy.
Bajo mi piel viven las olas,
la playa,
el sol.
Si afuera hay una tormenta,
ten por claro que yo no la causé.

Ahora es algo irremediable,
un punto que jamás debí cruzar.
En él se fueron todas las ilusiones
y las libertades;
lo que tanto tiempo nos costó forjar.
Ahora nuestros sueños peligran
como botellas en el mar y a la deriva.
Inciertos,
a punto de hundirse.

Yo te puedo demostrar que no tuve nada que ver
con lo que pasó ayer.
Pero eso no cambia el resultado:
sigo siendo el culpable
de no haber hecho suficiente
para detener lo que tanto tiempo
preferí ignorar.
La tormenta no se iba a ir
si me quedaba yo en casa.
Ahora debo decidir
si quiero que la tempestad me sacuda
o si quiero aprovechar lo mejor que puede dar.

Quién lo hubiera dicho:
la humanidad vive con el miedo de los otros,
de perder,
de olvidarse.
Y a veces esos ecos mueren por sí solos,
porque no saben a dónde más pueden ir.

Es entonces que los oídos escuchan el futuro en voces del pasado;
se dejan seducir.
Van y siguen a lo que parece falso
porque les una razón para vivir.
Y dejan de pensar,
y ahora son ellos los que olvidan
que existe alguien más.
Las heridas duelen.
Nos recuerdan lo que hicimos mal.
Y al menos
no conozco a nadie
que esté dispuesto
a repetir
esa sensación.
Por eso no requiero un símbolo
para demostrar quién soy.
Espero que la lucha que hoy hago
sea un recordatorio de cuál es mi valor.

2016/11/18