Te acercaste lentamente a mi oído;
tu amor me susurraste.
Asentí con la poca cordura
que todavía nadaba entre los hielos
y subí contigo
a la solitaria habitación.
Me tomaste de la mano,
me dijiste que no me preocupara.
Confié en ti
y recordé tu tierno rostro
perdido entre las cruces,
como aquella vez
que por accidente nos miramos
y nos escondimos tras el iris
tal niños inocentes
al borde del abismo
jugando a ser conscientes
del inicio de su amor.
Nos enfrentamos a la puerta,
al espejo que no quiso ser visto
pero que aun así te impone su presencia.
Accedimos,
me invitaste a entrar primero,
sabiendo de antemano
que pagar esa moneda
significa darte a cambio
la primera rebanada de mi piel.
Nos quedamos admirando el no ser
de un momentáneo caos
a punto de explotar.
Curioso que en el lecho
tengamos más pudor
que la lujuria
que dejamos sin correa
cuando nos sentimos solitarios.
Apagamos los teléfonos
y los dejamos en el buró
junto al arrepentimiento.
Dijimos que nada cambiaría
después de probar dioses ajenos.
Me condujiste así hasta tus labios
sin ninguna otra palabra.
Nada más hizo falta
que encantar mis brazos
con el sonido de tus besos.
Nos deshicimos como estambre;
las arañas tejieron de éxtasis la red
dejando cabos sueltos
para que otras víctimas cayeran después.
Durante todo ese tiempo
me cambiaste el nombre
según mejor te acomodaba.
Aun así prometiste llamarme
para ver qué pasaba.
Por supuesto,
no guardé esperanza alguna;
me invitaste a probar
ese pedazo de cielo
con las luces apagadas.
23/09/2012